domingo, 5 de junio de 2011

El arte de descreer

Conferencia en la Tertulia de las Letras. Academia de las Letras de la Rep. Dominicana. 4 de Junio de 2011.

Alejandro F. Aguilar


No soy amigo de las formalidades por lo que les pido no tomar estas palabras iniciales como tal. Quiero comenzar diciendo que me siento honrado en extremo ante la oportunidad de estar hoy aquí, hablando ante ustedes, en esta prestigiosa institución, en compañía de colegas ilustres y de tantas personas amantes de la lengua y la literatura. Al mismo tiempo no debía extrañarme que hoy disfrute de semejante privilegio, y no lo digo porque crea en mis propios méritos, sino porque desde mi llegada a la República Dominicana no he encontrado otra cosa que hospitalidad, simpatía y apoyo. Agradezco en particular a Ofelia Berrido, quien me extendió esta invitación con extraordinaria gentileza y diría yo, con audacia, siendo como soy casi un desconocido en el ámbito literario dominicano. Gracias, Ofelia. Gracias a todos. Espero no defraudarlos ni aburrirlos demasiado.

Al escoger el título de esta presentación tuve en cuenta la sugerencia de compartir mi experiencia vital como persona vinculada a las letras por más de dos décadas. Asumo el reto de hablarles como una osadía, después de haber sido testigo de la magnífica conferencia ofrecida por la querida y respetada Jeannette Miller en la tertulia de mayo. Reto doble si se tiene en cuenta que ella fue miembro del jurado que valoró mi novela Fijar la mirada en el Premio Casa de Teatro 2009.

Sin más me concentraré entonces en relacionar mis vivencias y mi proceso de creación literaria en torno a un eje fundamental en mi trabajo: el arte de descreer. Nadie debe sobresaltarse. No vengo a exponer argumentos ateístas o agnósticos. No practico ninguna religión en particular lo que no me impide ser un hombre espiritual ni creer en ciertas energías e intuiciones. Sé, estoy convencido, de que hay mucho más allá de lo que nuestro conocimiento alcanza. Digo con García Márquez (aunque no estoy seguro que estas palabras sean originales suyas): “No creo en brujas, pero haberlas haylas”. Insisto, no estoy aquí
para llamar a nadie a faltar a su fe, cualquiera sea esta. Vengo a decirles por qué considero que mi literatura brota del íntimo proceso de descreer, que como dice el protagonista de mi novela Casa de cambio “es infinitamente más difícil que creer”. Me refiero así, al acto de desmontar una a una y dolorosamente, las muchas capas de nociones que conformaron mi ser desde la infancia, que rigieron mi vida minuto a minuto; que me hicieron un ser que por mucho tiempo se sintió capaz de ofrendar su vida a la manera de los héroes antiguos por defender esas nociones... y de llevar todo eso a la ficción literaria.

Crecí en una familia humilde imbuida desde los inicios del fervor que despertó en el pueblo de Cuba, (y en una buena parte del mundo, al menos durante sus primeros años) la revolución de 1959. Mi entorno familiar era todo una novela romántica: Mi madre, hija de campesinos ricos españoles, expulsada de casa por enamorarse de “un negro” , que era como llamaba alguien que se supone fue mi abuelo a un hombre humilde, aunque este fuera un criollo descendiente de aragoneses. Ese “negro” es el mismo que luego sería mi padre; un obrero ferroviario que, cuando yo aún habitaba en el vientre de mi madre, luchó en las guerrillas urbanas del Movimiento 26 de Julio contra la dictadura de Batista. La Revolución llegó al poder pero mi padre no aceptó puestos ni prebendas en el nuevo gobierno que se instauraba. Regresó al trabajo en sus amados ferrocarriles. En ese entorno crecí y fui formado, en valores como la honestidad y la solidaridad humana, que siempre creí íntimamente ligados al hecho revolucionario.

Desde muy niño combiné muy bien un carácter fuerte y una hiperquinesia incontrolable, con largos espacios de silencio y lectura. Era tan capaz de destruir la fiesta de cumpleaños de un primo egoísta que discriminaba a otros niños más humildes, como de aislarme del bullicio leyendo en una habitación; o pasar mañanas enteras en la sala de una biblioteca. Con el tiempo fui perdiendo aquella agresividad y he aprendido la importancia del saber estar solo. "El hábito precoz de la soledad es un bien infinito" como bien apuntó la Yourcenar. Leer me permitió conocer dimensiones nuevas de la realidad y el pensamiento.

Llegado 1969 se vivían los últimos momentos del fervor de la utopía en Cuba. Yo era aún adolescente pero mis padres me enviaron a una escuela militar que pretendía la formación del llamado “hombre nuevo”, según la doctrina del Che Guevara. Los oficiales en aquella escuela eran en su mayoría antiguos combatientes de la Sierra Maestra que a duras

penas habían aprendido a leer y escribir. Los alumnos éramos niños y adolescentes de nivel secundario. La ignorancia de los superiores era motivo permanente de burla entre los estudiantes. Esto significaba una reversión de la pirámide jerárquica, transgresión del régimen de ordeno y mando. No había allí diálogo posible entre las partes; ni posibilidad alguna de que la experiencia terminara siendo edificante.

Por entonces hice mis primeros intentos de escribir una ingenua novela sobre unos hippies justicieros que actuaban a lo Robin Hood arrebatándole sus bienes a los poderosos para poder vivir en un mundo de "peace and love". Un buen día, luego de completar los cuatro años de estudios medios y conformar una actitud de rechazo a todo orden impuesto sin razón ni discernimiento, deserté de aquella escuela militar, para disgusto de mi padre. A partir de ese momento estudié pintura y teatro, contradictoriamente me hice miembro de las juventudes comunistas, y en una suerte de disloque romántico, más de una vez me ofrecí como voluntario para cumplir misiones en las que habría puesto en peligro mi vida en aras de “la defensa de la patria y otros pueblos del mundo”. Por suerte, mis reclamos heroicos nunca fueron escuchados.

A inicios de los 80, justo cuando me gradué de mis primeros estudios universitarios, nacieron mis hijos, y la poesía fue el cauce para dar salida a una sensación de felicidad tan grande que casi me asfixiaba. Puedo decir que desde entonces las palabras pudieron y han podido salvarme. Poco a poco y en medio del devenir histórico del país y mis primeros contactos con otras realidades, la vida me fue llenando de preguntas a las que no hallaba respuestas. Comencé a viajar por el mundo en labores de juventudes políticas, hasta que en 1986 llegué a Budapest para asumir un puesto en una organización internacional no gubernamental muy vinculada a lo que llamaban entonces la Guerra Fría. Desde aquella hermosa ciudad viajé, amé y crecí mucho espiritualmente durante seis años. Estuve en contacto con la literatura europea, sobre todo con la de la Europa oriental (la tolerada y la entonces censurada); visité los puntos más candentes de la geopolítica internacional del momento; conocí los lugares más exóticos, espacios, personas, culturas disímiles. También fui testigo de todo el proceso de ruina y caída del bloque del Este. Así fue que afloraron ante mis ojos no ya las dudas, sino las certezas sobre las verdaderas entrañas del sistema de dominación soviético y desde allí comencé el violento proceso de descreer, de ver de otra manera lo que ocurría en mi país.

Creo que la reacción del gobierno cubano ante los cambios en el bloque soviético, el proceso contra el General Ochoa y los sucesos de la Plaza Tia Nan Men en 1989 fueron los golpes definitivos contra mis maltrechas creencias. El haber sido testigo presencial de la caída del régimen socialista en Praga y haber vivido muy de cerca el proceso que concluyó con el muro de Berlin, fueron los tiros de gracia.

En 1992 regresé a Cuba. En ese momento era yo un barril de emociones a punto de estallar. Algunos amigos y familiares me aconsejaban no regresar pero yo necesitaba constatar lo que estaba pasando en mi propio país, volver a mi entorno, confrontarlo... Necesitaba sacar todo aquello que me asfixiaba, decir, comunicar tantas vivencias. Al regresar hallé que a nivel político las posibilidades de un diálogo eran inexistentes. Luego de hacer efectiva mi ruptura con la política oficial del país y de renunciar a mi empleo y a mi carrera internacional; de divorciarme y renunciar legalmente a mis pocos bienes materiales en favor de mis hijos, me lancé a escribir con tesón, casi con desesperación.

Los primeros brotes de aquella actividad febril fueron retazos líricos de corta duración. La poesía fue ese primer cauce que pronto se hizo insuficiente. No niego la efectividad de un poema para expresar un mundo, pero necesitaba contar historias en profundidad y detalle. El cuento fue un primer paso en esa expansión, muy cargado de poesía, ríspido y cortante a un tiempo… Entonces me abrí paso hacia el ancho mar de la prosa. Así llegaron las viñetas, los cuentos, las novelas. Cronológicamente, comienzo a publicar a inicios de los 90’, cuando ya pasaba de los 30 años de edad y mi primer libro versa sobre aquella experiencia de la escuela militar para adolescentes.

“Paisaje de arcilla” fue para mí, literariamente, un ritual de iniciación al que acudí con toda la ingenuidad y honestidad posible, con poco oficio pero al parecer con buen tino y, obviamente, con una carga vivencial tremenda que me obligaba a ser valiente. Fue también un desafío al orden establecido porque me alzaba con mi primer premio literario presentando un libro que precisamente desnudaba al sistema, apuntaba a sus esencias. Fue un homenaje para aquellos niños que como yo, finalizando los 60’s, fueron enviados a la experiencia brutal de una escuela militar, camuflada bajo unos ideales que en su aplicación práctica probaron ser fallidos…

Es un texto que cabalga entre la poesía y el cuento, o una especie de

novela por viñetas… no podría definirla formalmente. Es una historia tremenda contada con una economía de recursos, con distancia e ironía, hasta con un humor casi estoico… El libro no es un manifiesto político, aunque es innegable la carga de denuncia que contiene y de ahí las consecuencias que sufrió: una estricta censura. Es quizás el más concentrado ejemplo de que mi sensibilidad social va a la par con la literaria, de ahí que el foco de atención en mis obras haya sido predominantemente el del individuo frente a sus circunstancias, especialmente frente a la manipulación del poder.

Hace dos años la editorial chilena Ventana Abierta Editores se estrenaba y me pidieron una obra para publicar. Tenía otros libros inéditos pero preferí hacerle justicia a Paisaje…, recuperarlo del silencio que le habían impuesto en Cuba. Se hizo una bellísima edición bilingüe, con la traducción de ese grande que es Andrew Hurley, traductor también de obras de nuestro Reinaldo Arenas y de Borges, entre otros. Paisaje… ha sido recogido en antologías en Estados Unidos. Ha sido reproducido en otros medios electrónicos y en papel. Lo he presentado en sitios como las Universidades de Harvard y Columbia, en otras instituciones culturales, talleres y tertulias literarias. Tengo una relación entrañable con ese texto y a él le debo mucho. Es mi primogénito y si tuviera que escribirlo otra vez, muy poco agregaría o cambiaría, a pesar de la distancia de casi veinte años desde su creación.

Cuando aparece Paisaje... en Cuba, algún critico me encasilló de inmediato en lo que entonces llamaban los novísimos. La mayoría de los así llamados eran mucho más jóvenes pero casi todos nos identificábamos en la irreverencia hacia el poder, la experimentación formal, la búsqueda de un lenguaje más efectivo y de una nueva forma de relación con la ciudad… Coincidíamos en la intención de subvertir todas las categorías narrativas, en la búsqueda de una trascendencia inmediata creo que determinada por la urgencia del momento terrible en que vivíamos, y para ello buscábamos un código propio que acabara por romper con los antecedentes inmediatos en la literatura cubana y por fundir lo real, lo imaginativo, lo ficcional… en un discurso novedoso que apuntaba desembozadamente al descreer de todo lo que hasta ese momento eran verdades absolutas impuestas desde el poder.

El cuento debe ser un grito pegado a la página, lo mismo que el poema, pero en aquellas circunstancias de la Cuba de los 90‘s, ese grito debía llevar sordina porque no era posible expresarse con claridad. Era

preciso usar un lenguaje ambiguo, apelar a todos los recursos formales para burlar el ojo atento que vigilaba y conseguir una obra efectiva pero no panfletaria. Los límites entre los géneros literarios se hicieron difusos. De hecho aquel primer libro que les he mencionado, lo presenté a un concurso como poesía y ganó el premio de cuento… Cuando escribo poemas hay en ellos una ilación sugerida de hechos, una narrativa esbozada, más o menos evidente. Cuando escribo cuentos, hay muchas veces un lenguaje, una estética cercana al poema, una forma de abordar los temas que me recuerda a la pintura de los impresionistas. En el libro que siguió a “Paisaje...”, titulado “Figuras tendidas”, hay un texto que ha sido uno de los más publicados entre mis cuentos. Según algunos lleva un mal título, pero es un fogonazo de dolor que capta el momento en que unos amigos acompañan a otro que está a punto de lanzarse al mar en una balsa, y juegan a la ruleta rusa como opción desesperada para tratar de mantenerse unidos, aunque fuera en la muerte.

En este, como en el anterior y en otros muchos textos míos escritos durante los momentos más oscuros de la crisis; puedo observar, a la distancia de los años, cómo entonces me guiaba una voluntad de escribir desde cierta distancia emocional; de usar recursos estilísticos que impidieran que el tumulto de los sentimientos y lo visceral de la denuncia empañaran la efectividad y la calidad del texto. Es que los 90’s nos empujaron a hacer la crónica de una realidad casi apocalíptica que el discurso oficial escamoteaba. Yo sentía que conocía a fondo las esencias políticas del sistema, que estaba preparado para desentrañarlas desplegando un material más extenso… Así escribí Casa de cambio, que es la novela de la caída del Este de Europa, vista por un cubano que se movía en esa realidad. Sentía al escribirla la necesidad de no desperdiciar aquella experiencia privilegiada de testigo avisado; de alguien que tenía la posibilidad de captar los matices de ese proceso histórico tremendo, apartándose de posiciones extremas y clisés ideológicos, desmenuzando la dimensión humana del conflicto. Al mismo tiempo era una manera de desarrollar una tesis sobre el doloroso proceso de descreer, que de alguna forma es lo que experimenté a nivel personal y lo que estaban viviendo muchos de mis contemporáneos.

Asumir aquel trabajo requería de una novela mundo, como dice un crítico cubano hoy afincado en Berlin, tan universal como fuera posible y tan íntima que tuviera un efecto de exorcismo, que me dejara poner

en claro mis propias ideas y sentimientos. Esa fue mi primera novela, aunque fue la segunda en publicarse a causa de la reticencia que provocara en los círculos oficiales, y a pesar del resultado obtenido en el Premio Internacional Italo Calvino en su segunda o tercera edición, no puedo recordarlo. Antes salió a la luz, y no en Cuba donde obtuviera mención de honor del premio UNEAC sino en Puerto Rico, La desobediencia, mi segunda novela, que trazaba un paralelo entre la vida cultural cubana de dos momentos esenciales a través de dos personajes: un actor famoso, víctima de la “parametración” de finales de los 60’s; y un joven plástico vinculado al movimiento Arte Calle de finales de los 80’s. Sus vidas coinciden en el tiempo bajo las circunstancias de la horrenda crisis cubana de los 90’s.

Como podemos ver, hay temas de una dimensión tan grande y tan complejos en sus interrelaciones e implicaciones que desde el inicio exigen la extensión y complejidad de una novela; que no es algo que pueda resolverse con cuatro caracterizaciones y un par de situaciones sino que va a necesitar todo un universo de relaciones complejas y contradictorias. Generalmente me lleva mucho tiempo desentrañar motivos y consecuencias, construir los personajes, determinar la estructura y el tono… No planeo exhaustivamente todo de principio a fin. Trabajo con cierto plan pero dejo un espacio de libertad para que los personajes y todos los actores que incidirán en el desarrollo de la trama hagan su juego; me indiquen a qué estación nos conducirá la novela, tanto a mí en su creación como al lector en esa etapa de recepción que culmina el proceso, si es que esto último pudiera anticiparse. Es decir, la planeación deja un gran número de preguntas sin respuestas que irán aflorando y determinando el rumbo de la historia porque qué es la vida para el ser pensante que es el hombre sino un viaje interminable en busca de respuestas improbables? Hacía tiempo había dejado de creer en verdades absolutas; ahora estaba concentrado en hallar las preguntas correctas, y de ellas ir llenando mis novelas. A veces esto implica desechar una y otra vez el material acumulado total o parcialmente, y obliga a reescrituras dramáticas con cambios estructurales importantes. Esto sucedió con Razones para llamar a Sandra, que tras nueve años de trabajo terminó siendo una novela distinta y como ya mencioné fue publicada el año pasado por el Premio Casa de Teatro bajo el título Fijar la mirada.

En tanto que nacido en Cuba, no puedo evitar referirme a la manera en que gravita la imagen de aquel país en mí, visto a la distancia espacial y

a esa otra corrosiva que es la de los años de ausencia. Entre una de las muchas imágenes posibles, veo a Cuba como un país de adioses... Una buena parte de mi vida la pasé despidiendo a algún amigo o familiar que partía, casi siempre para no volver; o siendo despedido por gente de mis afectos que también soñaban con ser ellos quienes se despedían. Por otro lado están los instantes memorables, la fugacidad de la vida cotidiana que en Cuba tiene intensidad, velocidad de cometa, vértigo en su sucesión de momentos efímeros de gracia y felicidad.Tal vez porque hay mucho que amar y odiar y tanto que vivir, los cubanos vivimos como en deuda con nosotros mismos, como queriendo saldar  cuentas con nuestra propia vida antes que sea tarde. Por eso cuando escribo no busco abarcar el todo sino me afinco en los detalles para construir un discurso que podría llegar a ser épico. Creo que es suficiente un gesto, el escorzo de una mano que se aleja para adivinar el resto de una historia.

He escrito siempre sobre las pérdidas, las partidas, las ausencias que tanto me han marcado como ser humano. En Fijar la mirada quise, tal vez inconscientemente, hacer justicia al dolor de un hombre que amó y creyó a pecho descubierto, y compensar ese desprendimiento a través de su reencuentro con el amor herido, maltratado, pero incólume... En esa novela hay mucho de mí mismo y del periplo físico e imaginario que me llevó a reencontrarme. Hay personajes que comparten el aliento de seres reales que conocí. Está también la presencia de mi padre, aquel hombre que vivió con total desprendimiento y un sentido muy criollo del existir, sencillo pero intenso. Él no tuvo la recompensa de un final feliz porque en sus últimos días comprendió cuan engañado estaba en sus ideas y no tuvo a nadie más que a mí a quién confesarle su terrible descreimiento. Creo que por eso murió y por eso también pienso ahora que, sin proponérmelo, el personaje principal de Fijar la mirada... recibe en la novela la gratificación que la vida debió darle a mi padre.

Ese libro fue un intento parcialmente frustrado de alejarme de los temas de sensibilidad política, de tentar formas discursivas diferentes y una mayor libertad a la hora de ficcionar, con una manipulación más atrevida de la realidad. Pero más allá de cualquier impulso experimental, reconozco que en este como en todos mis textos hay una cierta conexión con la tradición narrativa, puntos de contacto tanto con lo latinoamericano del momento de transición entre el “boom” y “el post boom”, como con la literatura norteamericana y quizás la europea de los años 50’ y 60’. Cada uno de mis textos es diferente en tanto que

todos son parte de un proceso de búsqueda de un lenguaje adecuado para plasmar esa visión propia del mundo, por oposición a aquella otra que se me quiso imponer como doctrina.

Escribo en fin por lo que he vivido y cómo he vivido mis experiencias, lo que no quiere decir que mi obra sea autobiográfica. Lo que escribo surge de una necesidad vital de comunicar esas experiencias que creo dejan importante enseñanzas en el eterno camino de búsqueda del sentido de la vida, a través del tamiz de la imaginación y de la creación. Por supuesto, soy cubano por nacimiento y formación cultural y eso de algún modo influye mi manera de percibir y de escribir. Pero esa posible marca de origen va de la mano con una sensibilidad que me hace sentirme inconforme con los instrumentos de expresión que voy hallando cada vez, y me impulsa a buscar formas más efectivas de transmitir. Respeto lo que hace cada cual y la manera en que lo hace, pero no me interesa esa literatura que surge del refrito de otras obras leídas y no pasa por el asador de la experiencia vital más intensa.

Mi literatura refleja mis vivencias, pero estas son sólo un motivo, un punto de partida para observar y analizar la realidad de forma literaria, para que las posibles lecturas de esos hechos se abran, como una caja de Pandora de la que surge todo lo demás. Aún cuando mis obras pudieran parecer autobiográficas, he acudido a recursos como descomponer ese posible “yo” en varios personajes para ponerlos a dialogar, a contradecirse, a mostrar diferentes ángulos y visiones de un mismo fenómeno incluso, niveles de esa realidad que un personaje percibe y otros no, contradicciones que me acerquen a respuestas que desconozco de antemano… Hoy estoy aquí, mañana podría estar allá o acullá independientemente de los vaivenes de la historia y la política. Quizás hoy el tema cubano sigue siendo algo que subyace en mi sensibilidad, pero ya no está en el centro de mis preocupaciones y por tanto creo que mi mirada tiende a una visión más cosmopolita que siempre estuvo, pero que en los años duros de los 90’s se concentró en lo cubano, en la sobrevivencia, en la frustración y el desencanto.

En el 2003 decidí establecerme en los Estados Unidos y por suerte fui a dar a otra hermosa ciudad: Filadelfia. Más allá de las leyes, la política y las convenciones, nunca me he considerado un exiliado. Defiendo mi derecho a establecer morada donde y cuando lo decida y no considerar esa decisión una reacción a las restricciones impuestas por otros. En

aquel país viví otra etapa de aprendizaje y experiencias tremendas que vinieron a enriquecer todo eso que está en mí y va rezumando. Los estudios académicos en los Estados Unidos me abrieron otras perspectivas, otros temas para el diálogo, actualizaron mi información. Parte de la primera década del s, XXI la dediqué allí a un proyecto que tiene en el centro mi visión, por cierto crítica, sobre la sociedad norteamericana. Y es que a mi modo de ver, los escritores, como todos los artistas, son por definición seres de oposición, inconformes e insatisfechos con el orden existente; gente capaz de hallar en los intersticios de la sociedad las claves que completan aquello que la realidad perceptible no ofrece. Mientras preparaba estas palabras, comprendí que esa novela que habla de mi experiencia estadounidense, titulada El cliente tatuado, es también una continuidad de eso que llamo el arte de descreer. En ella se plasma mi percepción sobre la realidad y la apariencia de la vida en aquel país, un mundo muy distante y distinto de la percepción general que sobre los Estados Unidos existe.

Hace apenas diez meses y luego de muchas visitas a través de los años, decidí venir a establecer morada en la República Dominicana. Cada día que pasa se reafirma lo justo de mi decisión. Mi mirada no prejuiciada alcanza a ver los problemas de los que muchos aquí se lamentan a diario; pero también las maravillas que se olvidan porque se asumen como dadas, y que bien valdría la pena destacar, defender; cuidarlas para que no se las lleve el pasado.

Como pueden ver, descreer, oponerme, tratar de romper los límites impuestos desde afuera a la literatura sigue siendo mi brújula, lo que marca mi rumbo, lo que determina mi manera de ver y de hacer arte. Los invito a comprobar lo que mis palabras han querido ilustrar a través de la lectura de mis obras que hasta ahora, aunque no por mucho tiempo, se sitúan en otros escenarios diferentes de la República Dominicana; pero abordan conflictos no del todo ajenos a los problemas y esperanzas de esta hermosa tierra. Sólo es cuestión de tiempo para que las lentes que me permiten captar los espacios y silencios que en definitiva revelan las esencias de la realidad; se ajusten, encuentren foco, y me impulsen a escribir mi obra dominicana. Siento que ese impulso ya va creciendo dentro de mi. Espero poder compartirlo con ustedes algún día. Mientras ese momento llega, desde ahora y siempre, muchas gracias!