sábado, 29 de agosto de 2009

Colombia. Entre lo terrenal y lo divino.




Para ser consistentes, sigamos en la estación del verano, hablando de lo terrenal y lo divino. Hace apenas unas semanas, a principios de este mes de agosto, recibí noticias del Premio Internacional de Novela Casa de Teatro. Mi manuscrito, con nombre similar al de este blog, recibió una Mención de Honor con recomendación de publicación por parte del jurado, la que fue recogida de inmediato por la institución organizadora y su inefable presidente, el querido Freddy Ginebra. Ya se trabaja en ello para que el alumbramiento de Fijar la mirada, mi tercera novela, tenga lugar en noviembre. Según me dicen el libro se presentará, acompañando al ganador del Premio (también cubano y residente en Estados Unidos), en Santo Domingo y en La Habana. Luego habrá presentaciones en Filadelfia, donde resido y seguramente le seguirán otras… Vaya buena manera de festejar un verano. Por si fuera poca la alegría acabo de visitar Bogotá, esa entrañable ciudad a la que no me acercaba desde hacía ya unos diez años. La Feria del Libro y, sobre todo, el impartir charlas en los talleres literarios del proyecto RENATA en Bogotá y Boyacá fueron las motivaciones principales; los buenos pretextos para regresar a un país al que amo como propio, casi tanto (porque es imposible igualarles la pasión) como aman los colombianos la música cubana.
Colombia, conflictiva ella misma, está por estos días en el vórtice de otros conflictos y tensiones de alcance regional. Los ímpetus en ese país se agitan como los vientos en Chicago, o los ríos de lava que estremecen la quietud de otras regiones del mundo. Para mí, observador nada imparcial dado mi afecto por esa cultura y su gente, la visita, lejos de ofrecer respuestas levantó en mí nuevas interrogantes. La más importante: ¿Cómo conciliar la naturaleza afectiva bondadosa, el espíritu gozador del colombiano con esa ya larga etapa de violencia que atraviesa la historia de ese país por más de medio siglo y amenaza con permear su alma? Luego otras: ¿Cómo asimilar los avances en calidad de vida, desarrollo de infraestructura y seguridad pública con los trasfondos tortuosos de la corrupción, otra vez la violencia y la limitación de libertades? Por estos días los colombianos se revuelven entre el reconocimiento del liderazgo, la defensa de esos avances y la protección de una tradición democrática que no se aviene a las reelecciones; entre la sensibilidad del orgullo nacional frente a la ingerencia de sus vecinos y la incomodidad por la presencia en su territorio de otro vecino aún más poderoso...
Una estancia tan breve, consumida casi en su totalidad en los trajines literarios no permite muchas certezas sobre estos extremos. Mentalmente repaso lo vivido en estos días y las preguntas siguen agitándose ante mí como los remolinos que forma la arena bajo el movimiento imperioso del oleaje. El peso de los afectos y los buenos momentos pasados, de la experiencia profesional vivida y la constatación de una efervescencia cultural sin precedentes tienden a embotar la razón, a alegrar los sentidos, a obnubilar el pensamiento. Pero sé que en el fondo, tras la apariencia de lo divino, se agitan las fuerzas terrenales que impiden completar el cuadro, regodearse en la simple vivencia, preocuparse por lo que se da tras bambalinas aunque no pueda el forastero alcanzar a comprenderlo.
Bogotá me trajo muchas alegrías y emociones, pero no quiero pecar de inocente. A lo más, puedo dar fe de esta experiencia inolvidable, intensa, reconfortante… y desear a los colombianos que puedan hallar la sabiduría y el tino necesarios para preservar su bella tierra, su cultura y su alegría de vivir. Pocos como ellos merecen hallar la paz, el respiro tras tanta violencia, para potenciar las maravillas de una tierra que se mueve precisamente en esos límites que ha marcado para mí este verano: entre lo terrenal y lo divino.