jueves, 11 de diciembre de 2008

Jan saudek: Fotos del Este

Jan Saudek: fotos del Este

En la escena hay un retrato de Iósif Stalin, uno de esos cuadros de líderes tan habituales en las últimas cinco, siete, nueve décadas, según la ciudad desde donde se mire: Moscú, Praga, La Habana…
Detrás de aquel retrato, al que sólo es posible acceder gracias a una vieja silla, un hoyo en la pared, y del otro lado un baño de familia, “lavadero sórdido” en el que, durante la guerra, todos se bañaban con la misma agua.
Pero para entonces la guerra ha concluido y Jan Saudek, obrero de una fábrica recién vinculado, se halla ante uno de sus frecuentes descubrimientos: un hombre casado, maduro, posee a una joven, “casi una escolar”; y este acto vergonzoso de husmear en la vida ajena marcará como como un hierro candente el recorrido de uno de los fotógrafos contemporáneos más comprometidos con el lado nebuloso del vecino, la soledad de la mujer con la que tiene sexo, “las pasiones verdaderas de las que no tenía ninguna idea, el crujido del fuego, las articulaciones trituradas por el abrazo de los amantes”, según queda fijado en unas curiosas (disolutas, irreverentes) memorias que Jan Saudek publicara con el título Célibataire, marié, divorcé, veuf (Parangon, París, 2002), y donde muy pocas disquisiciones sobre fotografía podrán encontrar los profesores de arte y los quisquillosos buscadores de secretos técnicos.
Claro que antes de esta escena del retrato de Stalin y del ojo lascivo, Saudek dedica un par de páginas a contarnos de su padre, judío austriaco, incrédulo ante los rumores sobre las cámaras de gas (“La nación de Schiller y de Goethe nunca haría eso. ¡Es imposible!” –bramaba hacia 1943), o sobre su propia huída y/o evacuación del campo de concentración en abril de 1945, con sólo diez años, andando “bajo la noche primaveral, olorosa, niños con las manos en la cabeza empujados por otros niños”, soldadillos emergentes, de última hora, movilizados por la Wehrmacht.
Después de esta escena del mirón empinado que recuerda una vieja novela de Henri Barbusse cuyo título ya olvido, Jan Saudek no puede obviar la grisura de la postguerra en su Praga “implacable, llena de escupitajos, de hollín, de chimeneas humeantes”, las llamadas de la Seguridad del Estado, hacia 1977, para que colaborara con preciada información entre la fábrica, el alcohol y las prostitutas; y por consiguiente esa paranoia que todo estado totalitario inocula: “La normalización —los mejores años de mi vida, los que viví encorvado por el terror, la perpetua mirada de reojo como si yo fuera a incendiar el estanque del vecino, atolondrado por el miedo a los diez mil oficiales de la Seguridad que disparatadamente imaginaba pisándome los talones”.
Pero de lo que más se trata aquí, como atestigua también todo una obra fotográfica de casi sesenta años, es del amor por el cuerpo femenino y de una búsqueda obsesiva entre los entresijos de las relaciones de pareja. Como Philip Roth, Philippe Sollers, Guillermo Cabrera Infante, este narrador compulsivo y egotista que es Jan Saudek —un narrador mediante fotos coloreadas de escenas íntimas, a veces insanas, cáusticas, otras de una simpleza que se trastoca en pose inocente—, lo que más hace en este libro de memorias disolutas es referirse a sí mismo y a la taxonomía gozosa de sus mujeres: una masajista ucraniana con la que tuvo sexo en lo alto de una estación de trenes, una controladora ferroviaria, gordita “exuberante de gérmenes”, que le transmite una enfermedad venérea un día de pase del servicio militar; Ludmila, aspirante a modelo, Iarouchka, compartida con un amigo, Zdenitchka, una intelectual que combinaba sus espejuelos con un hermoso culo: todas estas despedidas de la vida mediante el suicidio y el peso de la soledad como única causa; la francesa Fabienne , una mujer madura “que tenía los senos de una niña de 11 años”; e incluso, más recientemente, Isabelle, otra francesa para quien Jan Saudek, fotógrafo reconocido quand-même, no era más que “un campesino llegado del Este”.
Como Richard Avedon y su ojo para aquellos retratos de rostros tras los que se descubre la gravedad de la existencia (el glamour solitario de las celebridades, la mediocridad de un par de aristócratas, la dureza en la cara de un negro viejo de Luisiana, y hasta el cáncer que carcome a su propio padre judío), como Robert Mapplethorpe y su soberana explosión de la belleza masculina, Jan Saudek es de esos fotógrafos mayoritariamente de estudio (recámara trastocada en nicho lúgubre, como su propio cuarto subterráneo de la calle Konevova , sitio de orgías praguenses, “vertiginoso, ilusorio, impregnado de sudor femenino, del humo de miles de cigarros, del aguardiente derramado sobre la mesa”), y como Avedon y Mapplethorpe, Saudek domina el arte del montaje, la puesta en escena, el detalle como sutil complemento (una pared mohosa, una muñeca de trapo que cuelga). Tal vez por eso, la narración fluye.
Jan Saudek es un narrador y como tal debe ser tratado, un narrador de su épica amatoria, que no amorosa (“¿acaso hubo amor en mi larga y monótona vida?”) y del entorno sórdido, aplastante, de una vida civil anulada por la rigidez del Estado Total.
Si bien en su obra de los últimos treinta años el fotógrafo se ha convertido en su propio personaje —él y sus mujeres gordas con venillas azulosas a lo largo de sus enormes pechos—, de sus escenas se desprende el bramido de una fábrica donde se construye el comunismo, la constancia de su condición de obrero estampada en forma de cuño en su carné de identidad, el rechazo a sus fotos por parte de los corifeos de la cultura, la imposibilidad de salir del país sin un permiso oficial, y nuevamente, al final, “una voz asexuada pero indudablemente masculina [que] me informa que la Seguridad del Estado —sí, en persona— quiere verme”.
Visto por casi todos los ángulos, lo más parecido a la obra fotográfica de Jan Saudek es una pieza narrativa poco conocida de Philip Roth titulada La orgía de Praga.
Estamos en febrero de 1976, lejos ya de los efluvios de la célebre Primavera de 1968, y Nathan Zuckerman —nuevamente él, precipitado, absorbido por sí mismo— decide, en un gesto cuyos móviles no logra descifrar del todo, desembarcar en Praga en busca del manuscrito inédito de los relatos en yiddish escritos por un modesto profesor fallecido más de treinta años atrás, a inicios de la guerra.
“Desde que llegaron los rusos, las mejores orgías de Europa se montan en Checoslovaquia”, le revela al fino escritor norteamericano (traje de espiguilla de tweed incluido) su guía en la ciudad: “Vente a la orgía, Zuckerman: así verás la fase final de la revolución”. Sin embargo, contrariamente a esa novela emblemática de Roth que es El mal de Portnoy, no es carne ardiente, ni siquiera confesiones sobre sexo autoinfligido, sino tensión y paranoia, lo que se desprende de este texto breve, más próximo a Orwell que a las anteriores y siguientes novelas del propio Roth, cínicas, palabreras, autorreferenciales. Más allá del tono y el estilo, es la Praga ocupada, Estado Total, esa ciudad árida de rostros sin rostro y muros húmedos, tan usual en la fotografía de Jan Saudek y que francamente a estas alturas del juego cubano no nos resulta para nada ajena, la escenografía, el decorado sórdido que matiza y distingue esta nouvelle:
“Para cuando llego al museo, ya me parece haber conocido esta ciudad toda la vida. Los viejos tranvías, las tiendas yermas, los puentes que el hollín ennegrece, las avenidas con túneles y las callejas medievales, la gente en estado de estolidez impermeable, con los rostros cerrados por la solemnidad, rostros que parecen en huelga contra la vida…”
El caso es que en busca de ese texto perdido a miles de kilómetros de New Jersey, Nathan Zuckerman (suerte de Harrison Ford tras el telón de acero del comunismo), se presenta en una fiesta en un palacio privado a donde acude la intelectualidad defenestrada tras la euforia del 68 (“Aquí viene lo mejor de lo mejor. También lo peor. Ahora todos somos camaradas” —asegura Bolotka) para tropezarse con un periodista despedido; un pintor abstracto malísimo, dueño de “la polla más larga de Praga”; un buen escritor al que todo le da miedo y que gusta de los hombres impúberes, y obviamente, una buena banda de informantes del Estado y/o un sinfín de micrófonos para el debido registro de la decadencia de esa burguesía que el comunismo aún no ha logrado barrer. También está Olga, musa y amante de altos quilates en los viejos tiempos, “las mejores piernas de Praga”, un ser en caída, etéreo y rimbombante a la vez, que insiste en que Zuckerman se la folle y luego la saque del país. Sin embargo, para asombro de quienes lo hemos venido siguiendo de libro en libro, Nathan Zuckerman aquí ni siquiera se abre la portañuela: “qué comedia de costumbres tan ocurrente y elegante montan estos desamparados de Praga en su intolerable situación, en la apabullante coyuntura de estar totalmente impedidos, recorriendo una y otra vez los caminos de la humillación”.
Le seguirá la visita al cubil de Bolotka, su guía, un director de teatro, ahora conserje de un museo, al que la policía política ha intentado en vano expulsar del país; luego la llegada de un supuesto estudiante de literatura que le anuncia que está siendo investigado por espionaje y le conmina a abandonar la ciudad, para luego citarlo en la estación de ferrocarril, adonde nunca llegará, lo que dará paso a una escena de temblor y persecución mental: “Dado que, al decir de Olga, la mitad del país trabaja espiando a la otra mitad, hay grandes posibilidades de que por lo menos uno de ellos esté al servicio de la policía. (¿Me estaré volviendo paranoico, o es que estoy empezando a comprender?)”.
En las siguientes y últimas ocho páginas, Nathan Zuckerman logrará que Olga finalmente le entregue el manuscrito, para un cuarto de hora más tarde ver cómo dos policías de paisano que han invadido su habitación del hotel terminan incautándoselo. Al final, acompañado al aeropuerto por el mismísimo Ministro de Cultura en su Tatra 603 negro oficial (¿azul ministro, decíamos?), Zuckerman pensará en Olga y en el conserje del hotel y en los tantísimos micrófonos como vehículo de la delación. “Swissair. La palabra más hermosa de la lengua”, admite aliviado cuando, tras la filípica patriótica del Ministro (de todo ministro), al escritor se le comunica su inminente deportación a Ginebra, única escala con destino a Nueva York.
Es esta la novela más escueta y dialogada de las que Philip Roth haya producido hasta el momento. Quizás también la más sardónicamente política, pues incluso sin echar mano a su bragueta, Nathan Zuckerman descubre en pleno Estado Total los curiosos filamentos que conectan la falta de libertad civil con el goce carnal como sola expresión posible, la uniformidad del pensamiento, la rigidez de la maquinaria totalitaria, la ubicuidad policial, el absurdo expandido y el sexo como única válvula de escape.
“Que le echen a una un polvo es la única libertad que nos queda en este país. Follar y ser follado es lo único que nos queda que ellos no pueden impedir”, escupe Olga. Lo mismo para Bolotka, que no abandona el país por causa de las dieciséis amantes que le hacen olvidar la frustración de sus obras teatrales prohibidas. Lo mismo para la Teresa de Milan Kundera, con su cámara a cuestas, tomando fotos de la ocupación soviética: “Las muchachas con minifalda llevaban mástiles con banderas nacionales. Aquel era un atentado sexual contra los soldados, mantenidos durante varios años en régimen de abstinencia”. O como el mismo Tomás, cirujano incómodo que ha sido reducido al mínimo y que ahora lava vidrieras públicas, ventanales privados, y que posee a todo tren las mujeres más cálidas e insólitas de la ciudad invadida.
Y aquí reaparece Jan Saudek, sus cuerpos desnudos ante una pared desconchada, sus mujeres ebrias, malsanas, en lugar de las laboriosas obreras que edifican el porvenir; escenas donde aparecen puñales, revólveres, esa “incitación a la violencia” (la del cuerpo desnudo, desatado) de que también fuera acusado el Tomás de Kundera tras un artículo publicado en pleno furor sesentaiochesco y una propuesta de retractación que rechazara firmar; Jan Saudek que toma fotos de niñas semidesnudas y de gordas esperpénticas en un sótano húmedo sobre el que transitan, de día, al sol, los verdaderos constructores de la nación.
Veinte años antes de la aventura praguense de Nathan Zuckerman y de las fotos coloreadas de Jan Saudek, George Orwell ya había anticipado tal estado de cosas: “Ninguna emoción era pura porque todo estaba mezclado con el miedo y el odio. Su abrazo había sido una batalla, el clímax una victoria. Era un golpe contre el Partido. Era un acto político”.

Gerardo Fernández Fe
La Habana

http://penultimosdias.com/2008/11/01/jan-saudek-fotos-del-este-ii/