Debió ser el año 90 más o menos cuando una celebración estudiantil internacional me llevó a Trípoli.Más de dos décadas han transcurrido cuando sigo las noticias en la prensa y las redes sociales y saltan en mi mente los recuerdos. La sensación de inmensidad y vacío de aquel país; los absurdos de una doctrina que hasta ahora regía la vida de sus habitantes... “Hacer una fiesta (o un partido?) es dividir la sociedad”, rezaba una placa metálica a la entrada del hotel. Cualquiera fuera la traducción de ... “a party”...me resultaba un absurdo. La prohibición absoluta del alcohol, una falacia. Alguien me comentaría luego: Antes de la Revolución de Gadafi solo había 100 libios que no bebían. Ahora, hay unos 50...”
Hubo un acto masivo en la Plaza Verde en el que mi condición de invitado internacional me puso en la incomoda posición de tener que hablar en ingles. Entonces apenas chapurreaba esa lengua y debí reducir mi intervención a un puñado de frases reconocibles mal pronunciadas. Ello me salvó. Un diplomático venezolano y hombre de negocios petroleros que se identificó con mi acento y se compadeció ante mi embarazo, me invitó a compartir con él, ocultos en el patio de su embajada; una valiosa botella de Ron Centenario.
Recuerdo la negativa de mis anfitriones a dejarme regresar a Europa al día siguiente de la celebración estudiantil. Era su huésped y solo podría viajar de regreso usando la aerolínea estatal libia. Próximo vuelo? En una semana. Me propondrían (sin opción a rehusar) un programa de visita a ruinas romanas o fenicias y a algunas obras sociales. También me invitaban a una conferencia de jóvenes de países árabes a la que debí asistir , y de la que tuve que desertar en menos de media hora. Era el único no árabe allí y no tenían traducción simultánea...
Agotar los días de una semana interminable en un hotel en el que el bar ofrecía por toda bebida una suerte de soda de naranja salobre y solo admitía la entrada de hombres no era mi idea de la distracción. Frente a mi ventana, el minarete de una mezquita me asaltaba cinco veces al día con los rezos del Islam lanzados furiosamente a través de unos parlantes con amplificadores de alta tecnología... La televisión transmitía incesantemente discursos de Gadafi e imágenes alegóricas a su Revolución... Una especie de salvación me llegó al tercer dia. Entre los invitados que habían quedado rehenes de la espera del vuelo de regreso, había un grupo de estudiantes españoles. Enseguida me aceptaron entre ellos y compartieron su tesoro: Habían conseguido entrar vodka al país camuflada en grandes botellas de agua de colonia. Disfruté más aun de la presencia de una muchacha tan bella como enigmática, que le dió sentido a mi estancia. Observarla, acercarme, o simplemente hablarle, era toda la motivación que pude hallar en aquel absurdo que me asfixiaba
En medio de todo recuerdo con dolor un incidente. Un día nos llevaron a todos a visitar una enorme planta de potabilización de las aguas marinas, para mostrar así “la gran obra transformadora del líder libio” Allí coincidimos con otros visitantes; un grupo de jóvenes africanos. Animado y curioso me acerqué a ellos. Fue entonces que supe que eran eritreos, y la vergüenza me aplastó. Tropas de mi país habían apoyado a Mengistu, el recién derrocado dictador etíope, participando masivamente en la guerra contra este pueblo, uno de los más pobres del planeta... No supe qué decir. Aproveché cualquier pretexto para alejarme conmovido. Ellos no llegaron a enterarse de mi nacionalidad...
Dos días después volaba por fin de regreso a mi lugar de residencia en Europa con una sensación de alivio y extrañeza; convencido de haber estado en el país más absurdo de la Tierra. Ahora, mientras leo sobre la caída del régimen libio y aun escucho las bravatas de un Gadafi oculto en algún sitio indeterminado; pienso en todo lo ocurrido en los últimos días en aquel país. No alcanzo a creer en la pureza de un levantamiento espontáneo de los libios ni en el altruismo de los países de la OTAN en su intervención “humanitaria”; pero veo otra vez ante mi un caso de algún tipo de justicia histórica, en el que cualquiera sea la suerte de los libios en lo adelante, al menos ha caído un dictador más, uno de esos que asumen la representación de un pueblo con el único fin de dominarlo y satisfacer su propia megalomanía y ambiciones. Aunque no me trago las historias de la democratización y justicia apoyada por Occidente (ya salen a la luz los planes de inversiones del capital europeo, sobretodo del francés y el italiano); respiro aliviado porque el mundo tiene hoy un dictador menos y una (aunque muy frágil) oportunidad más para la vida en democracia en un territorio tan basto, enorme e inhóspito como el de Libia.
Queda por ver si el pueblo, una vez más, se equivoca. O no.
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